Gerardo Antonio Martínez Vázquez
En un apresurado artículo, Javier García-Galiano definió a los gasolineros como el gremio más pueril de todos los que ha conocido. Palabras más, palabras menos, decía que así como los de Tacubaya son pleiteros, los empleados de gasolinera no desperdician el mínimo descuido para tentarse el culo. Nada de esto es falso. Hay de todo. Tan es así que algunos son borrachos y putañeros, mas también los hay atentos, trabajadores leales y románticos.
Óscar Melo, con casi veinte años en el gremio, pertenece a la última categoría. Con un metro sesenta de estatura, moreno y de espalda ancha, cualquier despistada creería que Erasmo Catarino (última revelación de La Academia) les ha llenado el tanque de gasolina. Sí, el que viste y calza, el que canta el tema de "La manzanita" les ha obsequiado una sonrisa y deseado un feliz viaje. Un tipazo con olor a pueblo. Erasmo y Óscar Melo son almas gemelas: amantes de la música vernácula, de cuna campirana y sobre todo bohemios. Su apodo, sin embargo, no es el mismo. En la Estación de Servicio Cuemanco todos lo conocen como el Chocorrol.
Esta noche cubriremos el tercer turno. Es el más difícil y pesado, también el más riesgoso. La cita es a las nueve y media de la noche. Algunos nos adelantamos para tomar una merienda en la cafetería am-pm. El grupo lo formamos Manuel Cárdenas, alias el Changuis, el compañero Chocorrol y yo.
Apuramos la merienda y nos dirigimos a los vestidores.
Diosas de casillero
21:45 hrs. Presiono sobre el buril y suena el ¡tack! que marca la hora en las tarjetas de asistencia. Cuarto para las diez. Tres veces ¡tack! y el reloj nos amarra a su premura desde este instante. Atrás quedaron los zapatos tenis y los jeans, la chamarra de pana y la playera con anuncio veraniego: Malinalco, Ixtapa, Zacatecas. Ahora luzco botas antiderrapantes de suela roja y con casquillo. La ley del más chavo se impone y en el overol cargo los trebejos del grupo. Me dirijo a los dispensadores de diesel cuando siento una borrasca helada que me cala en todo el cuerpo. De regreso en el vestidor saco mi chaleco de borrega tipo Malboro y antes de echar candado me persigno ante mi altar de casillero. La virgen morena no tiene retablo y cada quien la sustituye con cromos de variada pinta. Güeras, pelirrojas, trigueñas y hasta orientales sustituyen a Tonantzin. Por mi parte le deseo dulces sueños a Jessica Alba. Ella, pese a la suerte que la redujo a simple afiche, vigila mi morral para luego dedicarme un guiño que le sé fingido.
No me engañas, tonta.
Pactos entre caballeros y golpes de rufianes
22:00 hrs. Es un conductor cuatrojos y de melena blanca. En un principio lo confundí con uno de esos french que acostumbran asomar la lengua en perruna competencia de frivolidades. El Chocorrol apunta cifras de los dispensarios de la isla 2. Yo hice lo propio en la isla diesel y el conductor cuatrojos me hace señas para preguntarme: "¿A qué hora, mano?" Le explico que estamos en el cambio de turno y necesito autorización. Ésta llega pronto por medio de las bocinas de la estación. Atiendo al cliente y cuando llega la hora de cobrar saca de su pantalón una valera, la sacude ante mis ojos desde el interior de la cabina y dice:
—¿Ton's qué, moreno? Vámonos al diez por ciento, ¿no?
En las estaciones de servicio existen dos clases de movidas. A unas se las considera desleales y traperas: el bombón y el fantasmón. La otra clase equivale a un pacto entre caballeros y se necesita la proposición y complicidad del cliente. Esta movida no tiene nombre pero la llamaremos diezmo, por su caridad cristiana.
El bombón consiste en no marcar en ceros el tablero (00.00). Por ejemplo: un automovilista consume cien pesos, el cliente que le sigue pide doscientos, entonces el despachador pone cara de menso y simplemente no marca el tablero como corresponde. El consumo del incauto inicia entonces desde los cien (100.00), al llegar a los doscientos (200.00) ignora que sólo tiene la mitad de lo que pidió. Sin contar la propina, el despachador se queda con un ciego (¡100 pesotes!). La víctima se va con un feliz e ingenuo piquete de ojos, sin olvidar corresponder a la sonrisa perversa de su victimario: gracias y regrese pronto. Las presas más vulnerables son las doñas -máxime si ponen más atención al celular que a las preguntas del empleado-, parejas imitadoras del dueto Pimpinela, parranderos y el que se deje.
Sin temor a herir susceptibilidades y con apego a la verdad suprema me doy licencia para decir que se necesita ser más bruto para estar entre las víctimas del fantasmón. He aquí una recreación: una joven de buen ver y ojazos tapatíos llega a la estación y pide al empleado que le revise el nivel de aceite. Éste, luego de una pequeña pantomima, dice a la muchacha que su motor está chorreando lubricante (je, je), le pide que descienda del auto para que vea con sus propios ojos el desperfecto. El bellaco, que no desaprovecha la ocasión para juzgar las ancas de la ingenua, hace pasar las costras de cochambre y mugre por apremiante fuga. Entonces hace que el motor se trague el primer litro. El atento empleado pide a su clienta que apriete el acelerador para que así el aceite corra en el sistema. Después alega que hace falta un litro más, ella acepta sin chistar pues está en manos del experto. El experto corre por otro bote de aceite y pide que mientras vacía su contenido la clienta acelere a media pata, suavecito. El empleado destapa el bote y sin violar el sello (¡importantísimo!) hace como que hace su trabajo y acompaña el lance con sonidos guturales que asemejan el correr del liquido: glu... glu... glu... "Todo listo", dice. Envuelve a su víctima con explicaciones en las que mezcla palabras como cremallera, cigüeñal, alternador y sangre nueva para su motor. Ella escucha con un dedo en medio de los labios, paga los dos botes y por propina le deja una sonrisa coquetona y pizpireta. Él, no conforme con haberla estafado, le chulea los lindos ojos tapatíos y le desea un feliz viaje. El auto se aleja, el empleado pone el bote usado en la basura y el íntegro alcahuete en la aceitera; el efectivo del primero va a la cuenta y el dinero del segundo va al bolsillo del más vivo. Sin saberlo, la ingenua jalisquilla acaba de ser víctima del fantasmón.
Moraleja: desconfíe del despachador que ofrezca aceites, anticongelantes y demás yerbas como si el negocio fuera suyo.
Regreso a la realidad y Cabeza de french poodle me mira sin soltar el fajo de vales.
—Órale, güey, ¿sí o no?
Cabeza de french poodle deja de ser tal y se convierte en un respetable ciudadano y estimado cliente.
Existen estaciones en las que se cambian vales por efectivo sin ninguna complicación, pero la Estación de Servicio Cuemanco es una casa decente, medio provinciana y ñoña. Por lo tanto, están prohibidas tales transacciones. Pero los vales son cosa de niños, pues el verdadero golpe está en tarjetas Accor y Effecticard. Las terminales móviles de cobro son sencillamente una maravilla. Suponiendo, sin conceder, que cabeza de french poodle haya consumido quinientos, no me resta más que cobrarle el doble. De este modo queda cubierto el gasto neto y sobra otro tanto, es decir, otros quinientos pesos. De éstos tomo el diez por ciento y el resto se lo entrego en efectivo al cliente. Nuestros principales socios son repartidores de repostería, agentes de seguros, vendedores farmacéuticos, conductores de autobuses escolares y chavos fresas que tomaron la tarjeta prestada de sus padres.
Con estas mañas, quién podría dudar que un vocho es capaz de cargar mil pesos de gasolina. Cliente y dependiente pueden desafiar la ley de la impenetrabilidad con sólo tener en sus manos la maravillosa tarjeta de cobro, varita mágica en los finales de quincena.
Grítenme piedras del campo
00:20 hrs. Hace veinte minutos dejó de ser ayer. El trabajo se relaja lo suficiente para hacer la cuenta preliminar de las propinas. Alguien saca las tortas de jamón, otro fuma un cigarrillo en lo más oscuro de los vestidores y uno más (según palabras de Quevedo) descome lo ingerido en la mañana mientras busca manchas en las cenefas y los azulejos del baño. A partir de ahora el trabajo será intermitente, tan espaciado que nos turnaremos la atención del cliente.
Las veladas constan de dos grupos. Uno pertenece al turno de la mañana y el otro -el nuestro- al vespertino. Manuel Hernández -el Rodwailer- se hace cargo de la isla 1. Lo acompañan don Benja y Nicolás Acosta, alias el Güagüá. El apodo le vino por una pésima dicción que el lector ya puede imaginarse. Mi grupo se hace cargo de la isla 2 y de los cuatro dispensarios diesel, que zumban como moscardones en lo más alejado de la estación.
El Chocorrol decide que es momento de lavar el viejo Spirit dorado. Arranca el auto, lo mueve de la banqueta que le sirve de estacionamiento y lo dirige a la isla de diesel. Éste es el mejor lugar para darle servicio. Ha encendido las bocinas, que desgarran el mutismo de la noche con estrofas que anteceden al rugido del motor: "Soy como el viento que corre alrededor de este mundo / Anda entre muchos placeres / Anda entre muchos placeres / pero no es suyo ninguno."
El gremio gasolinero, al menos en Cuemanco, tiene eso que los marxistas llaman conciencia de clase. Cuando recuerdan mutuamente su condición de semiasalariados lo hacen con una frase llana y no exenta de sinceridad: "Eres gato", dicen. Y no conformes con haber humillado al de su mismo escalafón, rematan con un somero "miau".
Es fácil imaginar la cantidad de dinero que pasa por las manos de un despachador a lo largo de su turno. Pero sólo tienen el placer de acariciar dinero ajeno pues, como dice la canción: "Anda entre muchos placeres / pero no es suyo ninguno."
Éste es un buen pretexto para describir la historia que envuelve a los trabajadores de la Estación Cuemanco. En el 95, el hijo de don Enrique de Hita, dueño de la estación, estudiaba en el Tec de Monterrey. Allí conoció al hijo de un acaudalado empresario gasolinero. Éste le dijo dónde estaba el business y a principios del 96 don Enrique se había hecho de un permiso de Franquicias Pemex. En el 97 se cortó el listón y los más reconocidos gasolineros se emplearon (con todo y franela) en lo que prometía ser un jugoso negocio. El complejo de servicio consistía en cuatro islas que suministraban Magna, Premium, Diesel y la más surtida variedad de Bardahl, Quaker State y melcochas Mexlub para los austeros; si los viajantes tenían antojo de un snack podrían encontrar de todo en El Vitral de las Flores. Este minisúper merece mención aparte, pues está formado, casi en su totalidad, por un colorido vitral con escenas bucólicas, marcos emplomados y una cúpula en forma de invernadero. No dude en visitarla cuando pase por allí.
Hasta el año pasado los mejores clientes de El Vitral fueron los empleados. Tanto así que allí se conspiró una huelga que nunca llegó a ser. Durante los primeros cuatro años, los empleados del señor De Hita vivieron un armónico manjar de tolerancia y camaradería. Los administrativos -bastante numerosos si se toma en cuenta que el patrón controla todos sus negocios desde allí- se iban de parranda con los jefes de isla; cada año se partía la rosca de reyes y nadie delataba al organizador de las prohibidísimas tandas. Pero como dice el proverbio orwelliano: "unos eran más iguales que otros". Los administrativos, con todas las de la ley, gozaban de las prestaciones que los despachadores anhelaban; estos últimos debían además pagar a diario diversos cobros y cuotas. Poco a poco se fue generando hostilidad por parte de los empleados de confianza y exigencia de los trabajadores de base.
Una mañana de febrero de 2003 al despachador Ernesto Jiménez se le pidió la devolución de su gafete: estaba despedido y se le ofrecía una simbólica liquidación, misma que rechazó mientras trataba de reprimir el llanto y la ira. Durante toda la mañana los clientes habituales vieron a quien conocían por el Pecas caminar a lo largo de la rampa de entrada a la estación; en la mano levantaba una cartulina de protesta: exigía conocer las causas de su despido y, de paso, denunciaba los abusos que se cometían a diario. Pero los administrativos ignoraban que el Pecas tenía un paso adelante, pues él y otros trabajadores de base, previendo las consecuencias, llevaban varios meses afiliados al Frente Auténtico del Trabajo.
02:35 hrs. Es momento de hablar del Changuis. Manuel Cárdenas lleva trabajando en la estación desde el día de la inauguración. Los años lo han hecho algo desconfiado, pero su charla es sincera. Fue el primer jefe que tuve, pues cuando ingresé a la estación me integraron al grupo que componíamos don Trini Pérez, Cárdenas y yo. El Changuis es delgado, pero con un vientre que alguien calificó propio de perro tripón parado en dos patas. Sus gestos son casi convulsivos: abre y cierra los ojos, echa el cuello para atrás y luego adelante, se acomoda y sube el cinturón a la menor provocación.
Entre los dos tallamos el área de diesel. Me cuenta que los trabajos nocturnos se impusieron desde que la contadora descubrió que los miembros de este turno se relevaban en el cuidado de los dispensarios. Unos aprovechaban el tiempo para dormir en la oficina -lo que más escandalizó a la contadora fueron las bototas arriba del escritorio-, otros leían el Récord, y los más vivos apantallaban a las cajeras de El Vitral con sus dotes de bel canto. "A Duvalín no lo caambio por naaada", era la estrofa que cantaba el Ruso, el vigilante anterior, en el momento exacto en que la contadora entró a la tienda.El Chocorrol cerró la isla 2 y talla al mismo ritmo que nosotros. El Rodwailer no desaprovecha la oportunidad y manda a sus chalanes a lavar el estacionamiento de la tienda. Quiere toda la isla para él solo y por algo recibe tal apodo: por chaparro, trompudo y perro. Don Benja y el Güagüá son de carácter débil y obedecen sin reclamos.
La rueda de la fortuna
04:17 hrs. El gasolinero tiene de dos sopas: o le sonríe un arcángel o el demonio le hace morisquetas.
No todo son tragedias, desencuentros laborales y ojerizas entre los empleados. También están las bienaventuranzas y los golpes de suerte. Más de un despachador ha encontrado cariño con alguna clienta que decidió saltar del volante a los brazos de un auténtico tipo rudo.
Cuentan que Janis Joplin se encamaba con tipos raspas, del barrio, sin oficio ni beneficio, para demostrar que nunca se había olvidado de la banda. El más afortunado en estos lances en toda la estación es el Chapitas. Cuando ve llegar a una clienta de buen ver, da brinquitos de emoción y se patina como pingüino para dejarla complacida: "¿Le checo los niveles de las llantas, señorita? ¿Se le ofrece algo de la tienda?" Tiene el arrojo de Pedro Infante y Luis Aguilar en ATM.
Por desgracia, no todos cuentan con la misma suerte. Los más jóvenes tienen oportunidad de desbordar cierto sex appeal, siempre y cuando se comporten y se vistan de la forma adecuada. Las manos callosas y sucias pueden ser repulsivas para cualquier mujer, pero si el dueño de ellas es joven, espigado y aseado pese al trabajo que desempeña, tiene un pie dentro con una clienta en busca de áijale.
Cuando se presentan trajines vespertinos, los jóvenes despachadores pueden lucir sus fuerzas y su porte. Con las mangas dobladas, guantes de carnaza y una herramienta en mano (supongamos una llave Steelson), sólo les resta caminar con cierto garbo, despojarse de los gogles y limpiarse el sudor con el dorso de la mano. Las clientas jóvenes voltearán a verlos inevitablemente. Los candidatos a donjuanes pueden comenzar el lance con una caída de ojos y una sonrisa furtiva (absténgase chimuelos). Existen casos en que el peep show va tras el volante. Porque sí, aunque yo no lo creía, los exhibicionistas existen. En la estación era proverbialmente estimada la conductora de un Tsuru dorado. Era joven, delgada, aunque salpicada de acné por todo el rostro. Le pusieron la Nescafé, pues está hecha a base de puro grano. Pero, como decían vulgarmente, si la cara era de grano, el resto del cuerpo era pura galleta, es decir, que no le dolía nadita. Me habían hablado de ella, como precaución para que no me agarrara en curva. El día menos esperado se aparcó en mi isla un Tsuru dorado. Caminé hasta la ventana del piloto y di las buenas tardes. Era ella: ¡la Nescafé! El cuerpo se me hizo de gallina a causa de su microminifalda. Hice de tripas corazón y la atendí como a cualquier cliente. Entregué las llaves, me pagó y, haciéndose de la boca chiquita, me obsequió una sonrisa seudoinocentona.
—Hiciste lo debido -me dijo don Trini, que semanas antes me había sermoneado con eso del respeto a la pareja.
—¿Y qué fue lo debido? -pregunté.
—Como todo caballero, no dudaste en hacerte pendejo-, respondió. Nadie me había felicitado y pendejeado al mismo tiempo.
04:50 hrs. Llega un auto deportivo con la farra desbordante. Los que no están trobos llevan ya media estocada. Son cuatro y el que va al volante tiene en la sangre un grado más de metanol. Todos ríen y el copiloto pide tanque lleno. Tomo la mamila (los neófitos le llaman pistola de gasolina) y la introduzco al receptáculo. Los clientes no han dejado de mirarme. Sé que traman algo. El Chocorrol me observa desde la puerta de los vestidores y se acerca con paso disimulado. Ya a mi lado, me pregunta si me entregaron las llaves. Respondo que no. Toma la mamila, me ordena que le acerque una lata de aditivo y pone cara de pocos amigos. Los conspiradores se hacen los disimulados, algunos pasan saliva y otros más carraspean para ocultar su nerviosismo. Yo permanezco a distancia prudente y con otra lata en la mano, por si se ofrece. El tanque se llena, el Chocorrol cobra mientras cuelgo la mamila en el dispensario y los parranderos salen como bólidos por Periférico. Esta vez tuve suerte, pues de haber huido, yo habría tenido que pagar los casi trescientos pesos de consumo.
Los asaltos bancarios son escandalosos, movilizan a decenas de patrullas y los noticieros nos recetan dosis diarias de paranoia. En cambio, los asaltos a gasolineras son más silenciosos, casi siempre de noche y de jugosos dividendos para los cacos.
La Estación Cuemanco no se salva de esa calaña. Hubo un tiempo en que el tercer turno fue víctima del Pontiac rojo. A altas horas de la noche se aparejaba el conductor, estacionaba el auto en cualquiera de las islas en función. "Tanque lleno, Premium", ordenaba. A la hora de pagar, sacaba la pistola y despojaba de la cuenta al dependiente. Ocho veces se dio gusto con la estación, dos veces los despachadores se dieron el gusto de decirle que ya se había tardado. ¿Patadas de ahogado o humor negro a costillas propias?*
Uno de los golpes más sonados en el medio petrolero (sí, los despachadores también son petroleros) fue el que recibió hace varios años una gasolinera de San Jerónimo. Todo corresponde a lo contado por un pipero de Pemex, pues ellos se encargan de despepitar lo que pasa en otras estaciones.
El tercer turno hacía el trajín de cada noche. Cerca de las dos de la mañana se aparcó una combi. Todo parecía normal hasta que se abrió la puerta de la camioneta y salió un comando de ocho hombres armados hasta las criadillas. Los empleados y el vigilante fueron sometidos, se les condujo a la oficina, se les desnudó y los asaltantes pasaron a la segunda fase de su plan: cambiaron de piel. Seis de ellos despacharon los dispensarios mientras dos más cuidaban a los cautivos y el conductor los esperaba en un extremo de la estación. Durante casi tres horas hicieron y deshicieron a su antojo. Incluso se les ocurrió la idea de regalar aceites a los clientes: cortesía de la casa.
Cerca de las cinco de la mañana abordaron la combi con rumbo desconocido.
05:30 hrs. Los primeros relevos llegan a la estación. Unos llegan de overol, otros con ropa deportiva, hogareña, y uno que otro con ropa casual. Comienzan a despejar de mamparas a las islas que permanecieron cerradas en el transcurso de la noche.Mientras el Changuis y el Chocorrol atienden a los últimos clientes del turno, yo lleno el tanque a uno de los tres camiones de diesel que están formados.
Pronto llegará el llamado a hacer el cierre de turno, haremos cuentas en la oficina, a escupir billetes en ausencia de esponjitas humectantes, a checar tarjetas bajo el buril del reloj checador. El tiempo nos libera.
06:30 hrs. Jessica Alba sigue allí, tan fresca como la última vez que nos vimos. No quiero imaginarla con emplastos de aguacate, tubos capilares y el rugiente aliento matinal que deprime a los enamorados. Mientras me visto de civil canturreo la cancioncilla que en mis años párvulos sonaba en voz de Luis Miguel y Sheena Easton: "Pero entre tú y yo no olvido el amor. / Me gustas tal como eres." Nos veremos pronto.
*El conductor del Pontiac rojo siempre iba acompañado de una mujer distinta. Siempre bastante potable.